Cuenta la leyenda, que hay una estrella muy, muy pequeña,
que cada cierto tiempo pasa rozando a la luna, y de ese roce de ambos astros,
se desprenden unas motitas de polvo tan diminutas, que apenas se pueden ver.
Según los antiguos astrólogos y magos, esas partículas se esparcen sobre la
tierra, y todo aquel niño que está naciendo en ese mismo instante, tiene un
don, una virtud, es alguien especial. Suena curioso, pero aquellos astrólogos,
magos, filósofos, matemático y sabios, nunca supieron el porqué de este
fenómeno. Hicieron miles de cálculos, sacaron cientos de hipótesis y decenas de
conjuros, pero jamás supieron resolver el fenómeno de la luna y la pequeña
estrella.
En cambio, los actores, músicos, poetas y juglares lo tenían
claro. Ellos decían que cuando cantaban, hacían sonar sus instrumentos, se
subían a las tablas de un escenario o recitaban poesía, a su alrededor se
formaba un ambiente muy especial y lleno de magia, donde artistas y público se
fundían en uno. Era tal la energía creada por los artistas, que custodiada por
un pequeño duende se lanzaba al universo con tal fuerza, que provocaba el
desequilibrio de la pequeña estrella, y esta perdía el equilibrio y la noción
del tiempo. La luna, con todo el cariño que puede dar una madre la recibía con
los brazos abiertos, y tras una caricia, la devolvía a su sitio hasta el
próximo traspié, que no tardaría en ser provocado por los artistas que
habitaban en la tierra.
Por eso, cada vez que algún artista canta, toca, actúa,
recita… se crea un ambiente mágico, donde aparece el duende. Este viaja hasta
el punto de encuentro de la luna y la pequeña estrella, recoge el polvo mágico
que se produce cuando se abrazan y vuelve a la tierra a esparcir la magia sobre
el niño que esté naciendo en ese mismo instante, un futuro artista.
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